sábado, 20 de septiembre de 2008

Aquella tarde.

Para una lejana tarde del 2006.

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Aquella tarde,
esa tarde en que moría de olvido
a contrarreloj y sin consuelo,
entre horas que se hacían infinitas
o que a veces corrían a destiempo.

Es esa misma tarde
en que cada día muero,
en el crepúsculo menguando
junto al sol y el naranja del cielo,
en el pasillo, bajo el almendro.

Con su fatal sentencia amortiguada
por tu voz pausada y grave,
fue la tarde del murmullo citadino
que sonaba a réquiem ahogado,
a llanto agazapado y mal herido.

Lejana y luctuosa tarde
en la que muchas cosas murieron:
el bosque de mis ojos, el misterio
mi cara iluminada por la tuya,
y la alegría del último recuerdo.

Con el semblante amortajado
y la palidez súbita del tiempo,
desde tus labios, mi epitafio
bajo tus manos, mi cruz,
mi tumba y dentro, mis sueños.

Tarde que fue noche,
que fue día y plena madrugada,
la daga que tiñó todo de carmín.
Y junto a ella, desvaneciéndome
en el silencio eterno, morí.

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